Todos los miembros de la orquesta se levantaron, menos uno.
Un chico muy delgado, moreno y con el pelo engominado miraba al público petrificado, sin saber qué hacer.
Sus labios empezaban a temblar, invitando a algunas palabras a salir de su boca y ofrecer alguna explicación al director, que mantenía los brazos alzados y la furia caldeada.
Uno de los violines a su lado hizo ademán de levantarlo por el brazo izquierdo.
Pero el chico permanecía inmóvil y rotundamente indispuesto a incorporarse.
Pasaba por mi cuerpo lo que siempre pasaba en ocasiones parecidas a esta: incapacidad de soportar seguir mirando un accidente público a cámara lenta.
Bajé la mirada y me puse las manos sobre los ojos. Apretando los dientes y esquivando los comentarios que empezaban a brotar de entre el público.
Pasaron cinco segundos hasta que estalló un “¡ah!” al unísono. Inmediatamente después, silencio absoluto.
Algunas palmas tímidas empezaron a aplaudir y algunas bocas atrevidas comenzaron a silbar.
Me repuse y levanté la mirada. Abrí bien los ojos y lo vi.
El violinista delgado, moreno y con el pelo engominado tenía en los pantalones una mancha que no podía ser otra cosa que pipí.
Si afinabas un poco el ojo, incluso podías llegar a  distinguir algunas gotas chocando contra sus zapatos.

La confusión fue el mejor antídoto ante el alboroto.
Los aplausos cesaron y las sillas se plegaron. El camino desde el rellano hasta la puerta me pareció un viaje en una nube contaminada a punto de estallar en gotas lacrimógenas.
Lamentaba, entre muchas otras cosas, no haber traído a nadie conmigo.
No me veía capaz de comentar -y tampoco me parecía adecuado- lo ocurrido con gente desconocida y mucho mayor que yo.
Arranqué la moto, llegué a casa en quince semáforos y me metí en la ducha.
Jugué un rato con el jabón en mis manos mientras dejaba ir hilos de pipí intermitentes.
No pude evitar ver una cabeza con pelo moreno y engominado.
Sentí que debía existir algún puente invisible entre esa persona y yo.

Un lugar en el que, si los dos estirásemos mucho nuestras manos, éstas se encontrarían.
Me parecía desolador imaginar el vacío y la desconexión entre mi alma y la de una persona a la que había visto con los pantalones empapados de su propia naturaleza.
Encendí el ordenador y revisé el correo electrónico. Tenía un par de mails: Ikea y mi madre.
Decidí abrir el de Ikea.
Había una oferta muy interesante: te devolvían el dinero del menú en forma de un tique regalo que podías usar a partir del día siguiente.
Buena gente la gente de Ikea.
Saqué la agenda para planificar cuáles serían los dos días que tendría que pedirme libres en la oficina para poder transportar mi cuerpo hasta Suecia -la posibilidad de ir un sábado no existía en mi cabeza-.

Me emocioné mucho al pensar en el conjunto de herramientas que tenía en casa y todo lo que podría construir con ellas.
Por un instante, volví a sentirme una mujer capaz de crear.
Me pasó algo inusual esa noche. No sentí ganas de masturbarme.

Hundí la cabeza en la almohada, arqueé la espalda y sentí como todas mis vértebras se alineaban, como un grupo de bailarines muy sincronizados.
Temía mirar la hora, pero por no mirarla, el tiempo no iba a detenerse.
De todas formas, preferí vivir en la feliz ignorancia y, por ahora, respetable irresponsabilidad.