Era tan viejo y tan pobre.
Tenía tantas enfermedades que ya había perdido la cuenta.
Pobre animal. Enclenque y retrasado. Llevaba las patas dobladas porque creía que así sanaría. Ahí era donde más se apreciaba su patología.
¿Cómo coño se va a curar un perro de un retraso doblando las patas? Su fe era inapelable. Grande como el océano. Pero no infinita, como el océano.
Como todos los perros viejos y desalmados, alejados de las vidas de opulencia y lujuria, nuestro amigo tenía muchas manías.
Manías de un vagabundo.
No tocaba la flauta porque no podía, pero sino, os aseguro que la tocaría mejor que el más grande de los flautistas. Porque la flauta y todos los instrumentos viven de la fe. Al menos eso pensaba Ürgen, que es como se llama el ser triste de cuerpo, pero vivaracho de alma.
Sus manías no contemplaban rituales o tradiciones. Se reducían a una palabra: whisky.
Era tan viejo y tan pobre, pero eso no importaba, porque, ante todo, era un alcohólico más que transitaba las calles de Los Ángeles.
Bebía todo lo que podía. Todo lo que su cuerpo canino le permitiese.
No era mucho, si os soy sincera. Los perros no pueden soportar mucho alcohol, higadito y riñoncitos. Riñoncitos e higadito diminutos. Como castañas.
No había día en que Ürgen no maldijera su naturaleza.
“Me cago en mi madre y en su madre, que no la llamo abuela porque es muy cariñoso” decía.
Cuando se descontrolaba demasiado la situación caía en la broma fácil de llamarlas perras baratas. Se reía solo.
No tenía muchos amigos.
Tenía catorce años y sabía que su muerte estaba a la vuelta de la esquina. Por eso se pasaba el día y la noche dando vueltas a las manzanas, acechando a su muerte.
Pobrecito, era muy retrasadito ese perrito.
Anhelaba todo lo que no podía tener.
Putas. Las putas le volvían loco. Soñaba con las putas embadurnadas de billetes y cocaína.
Esas imágenes eran su llama.
Mantenía contacto  visual constante con la gente, intentando robar almas. Le daba igual todo lo demás. Tenía una obsesión con las almas de los seres humanos.
Dormía sentado, para gastar más energía y acercarse más al último de sus días.
Quizás no fuese tan retrasado, después de todo.